Acompañar en el hospital



Desde hace varios años dedico parte de mis vacaciones a hacer voluntariado en Marruecos, en los bosques de Nador, donde los migrantes de Sierra Leona, Costa de Marfil, Ghana, Nigeria, Guinea Conakry, Mali, Gambia, Camerún, Senegal… esperan escondidos para pasar en patera a la Península. 

Fue el año pasado cuando tuve la oportunidad, gracias a dos amigas, de viajar a África y conocer Lomé, capital de Togo. Y recorrer un rincón de ese continente africano que tanto deseaba palpar y que me atraía de manera irresistible, por las historias de vida que comparto con tantas personas originarias de esa tierra para mí, especial. Visitar ese pequeño rincón de África, en octubre del año pasado, supuso tocar, abrazar, el continente que soñaba y deseaba recorrer desde hacía años cuando conocí, a través de las Religiosas de Villa Teresita, a las primeras mujeres que, traídas por las mafias, ejercían la prostitución en nuestras calles, allá por el año 2005.                                                                                    

Este año 2020, año de pandemia, de confinamiento, de volver a la familia, a lo sencillo, al interior de cada uno. Tiempo de crear, de reinventarse, tiempo de querer y que te quieran. Tiempo de apretar los dientes y seguir adelante. Tiempo de agarrar, pero también de soltar amarras, de mirar atrás y coger impulso para salir afuera. Tiempo de rezar, de gritar, de escuchar, de acompañar… Este año dejé mis vacaciones para septiembre pensando que entonces, Marruecos abriría su frontera, y podría hacer mi voluntariado como en otras ocasiones. Pero lejos de ser así, se iba acercando mi tiempo y concluí que viajar iba a ser imposible, que las fronteras no se abrirían y se me ocurrió que podría ponerme en contacto con las Religiosas Vedrunas de Ceuta de la Asociación ELIN, para pasar mis vacaciones junto a los migrantes que han logrado llegar a dicha ciudad española y esperan en el CETI para viajar a los diferentes lugares de acogida de ONGs españolas. Pero no tenía claro si eso sería posible, dado que como soy médico, debería quedarme en cuarentena a mi vuelta, antes de incorporarme a mi trabajo en Hospitalización Domiciliaria y a mis guardias en el hospital…       

Recé y pedía a Dios un lugar para hacer ese voluntariado que tanto ansiaba en el mundo de las migraciones, y en el ámbito sanitario, que me daría la fuerza para afrontar un año de duro trabajo como este que se nos avecina. Y Dios-Padre-Madre que está en todo y en todos, puso delante de mis ojos la respuesta a mi petición.                                                                                               

Una tarde de finales de agosto fui a casa de las Religiosas Claretianas con las que colaboro y comparto tiempo y vida junto a los migrantes que tienen acogidos en un piso de Sevilla. Llegué para despedirme de dos de ellas que viajaban a su nuevo destino en Madrid y dejaban, después de muchos años Sevilla, donde habían estado dedicadas al acompañamiento de hermanos migrantes en su piso de acogida, además de su labor en la parroquia llevando la catequesis de jóvenes, en la pastoral de la salud, acompañando en retiros….                                                           

Habíamos compartido muchos buenos momentos y otros de dificultad y problemas de salud en tiempos de confinamiento. Todo ello nos había llevado a una amistad profunda y una confianza tal que ahora, cuando dos de ellas se marchaban, se me hacía muy dura la despedida, aunque ineludible. Cuando ya salía de su casa subí al piso de arriba para ver y saludar al único migrante que tenían y cuál fue mi sorpresa al verlo dolorido y vomitando. Estuve un rato con él y luego me despedí, pero volví a las dos horas con mi maletín para ver cómo seguía y le pinché medicación para mitigar los vómitos.  Le dije que me llamara, a la hora que fuera, si no mejoraba y así lo hizo y a media noche nos fuimos al hospital… y fue operado finalmente.                                                                                                                                               

Escribo esto desde ese postoperatorio complicado que se está alargando. Y ahí estoy, ya de vacaciones, haciendo “ese voluntariado” que tanto ansiaba con migrantes, en el terreno de la salud, que es lo mío. Una de las hermanas Claretiana y yo nos turnamos haciendo mañanas, tardes y noches para que nuestro hermano esté acompañado, arropado y se sienta como en familia.                                                                                                                                                          

En este tiempo en el que muchas veces pasan las horas sin darte cuenta y otras en las que las noches se hacen eternas; en este tiempo de pandemia donde debes permanecer en el hospital con mascarilla incluso cuando duermes en un sillón, por respeto hacia mis compañeros sanitarios para que el personal trabaje seguro; donde se reducen al mínimo las visitas y donde la hermana Claretiana y yo nos alternamos como si fuéramos soldados guardando nuestra fortaleza africana… En este tiempo también Dios ha puesto en mis manos, el gozo de poder hacer este sencillo pero necesario acto, sin moverme de mi ciudad, sin necesidad de viajes, de pasar fronteras, llevar mochila, ponerme vacunas … El acompañamiento en el hospital de una persona, en la enfermedad, en un momento de fragilidad, a veces de impaciencia, cansancio, y como no, de dolor físico y moral. Porque no sólo acompañas a tu hermano sino también estableces relaciones con el compañero de habitación y sus familiares… acompañar en la muerte, en la quimioterapia, en el envejecer y hacerte dependiente, en el recordar de otro hijo que murió con 27 años, el traer a la memoria otros tiempos económicamente mejores que ahora con la enfermedad hacen que se tenga que solicitar ayuda en la parroquia…                                                                                                            

Por eso cuando salgo del hospital pido por todos y cada una de las personas y sus familiares ingresados, doy gracias a Dios por todo lo vivido, por todo lo aprendido acompañando a otra persona de origen, cultura, espiritualidad y raíces diferentes a las mías, pero que tanto me ha enseñado y con la que he mantenido un lenguaje no verbal, con muchas miradas  cómplices cuando los vecinos de habitación eran ruidosos y escandalosos, o  intentando preservar la intimidad y dignidad de mi hermano y sintiéndome siempre aprendiz en la vida diaria.

Ahora ya, después de casi tres semanas de ingreso, mi hermano esta de alta, en casa, recuperándose y preparándose para comenzar sus clases, doy gracias a Dios, y sigo pensando que:  ¡¡Dios es muy grande y estamos alegres!! Él nos sigue bendiciendo y nos dará la fuerza para seguir caminando.


Ana Sáenz de Santa María Rodríguez                                                                                                

CVX Sevilla