Juan Antonio Senent, de CVX Sevilla, escribe sobre cómo la
perspectiva ética debe mantener una distancia crítica que discierna las
prácticas que surgen del campo religioso.
Las
distintas espiritualidades de las tradiciones religiosas han orientado el
sentido moral de los sujetos inmersos en esas tradiciones. Sin embargo, la
perspectiva ética que incluye la posibilidad de crítica religiosa mantiene una
cierta distancia con los modos de realización animados por la propia
experiencia religiosa. No son perspectivas desconectadas en su ejercicio,
incluso la trascendencia religiosa y en particular una vida futura más allá de
la historia, se puede entender como una posibilidad última de rehabilitación
para el inocente o el injustamente tratado en este mundo. Pero aunque haya
correlaciones entre la ética y las tradiciones espirituales y religiosas, la
perspectiva ética debe mantener una distancia crítica que le posibilite un
cierto discernimiento de las prácticas que surgen del campo religioso.
La ética
tiene en las realizaciones visibles y en el arraigo en este mundo su piedra de
toque. La espiritualidad
puede servir para una permanente invitación a una apertura del horizonte,
incluido un horizonte transhistórico. La animación de la
reconstrucción histórica de las relaciones humanas y con la creación, en suma, el cuidado de este mundo es la casa de
la ética. La historia, en lo que tiene de apertura, de comenzar
de nuevo aunque no de cero buscando realizar nuevas y mejores posibilidades, es
el campo donde la perspectiva ética se despliega. Para una real apertura de la
historia a mejores realizaciones que no se conformen con la repetición mecánica
de lo mismo, es preciso la imaginación de otro mundo en este mundo. Un cierto
“desdoble” que profundice en lo real más allá de sus apariencias habituales.
Esta otra conexión, empática, compasiva y esperanzada puede ser potenciada por
la experiencia espiritual. Pero a su vez, una absoluta trascendencia frente al mundo que mueva a su
abandono, desprecio o sacrificio puede ser también una fuente de peligro.
Si bien
pueden la ética y las espiritualidades pueden ir de la mano, también pueden
oponerse y destruirse. El otro mundo prometido, esperado o imaginado más pleno
y justo puede ser también una distorsión para este mundo de aquí cuando implica
su desprecio por razones religiosas. Aquí el desvarío en el campo religioso
acecha en unos y otros lugares. Por ello, una ética arraigada y comprometida
con la conservación y el mejoramiento de este mundo puede ser un lugar de
encuentro entre tradiciones religiosas y seculares que no renuncian al diálogo
mutuamente enriquecedor pero tampoco a la cautela y sospecha con respecto a la
otra perspectiva. Por ello, no deben prescindir una de la otra adoptando una
vana autosuficiencia.
Uno de los
campos problemáticos es el respeto a la vida de la creación y de los otros como
un límite que no se debe rebasar. La perspectiva religiosa acerca de un juicio
final que destruya la corrupción de este mundo e instaure un nuevo mundo
totalmente otro; o que ofrezca la promesa de cumplimiento y realización plena
en otra vida, en particular para los justos o fieles está sujeta a desvaríos en
el campo religioso. Pongamos un ejemplo.
La espera de
un juicio divino aniquilador de este mundo corrupto, puede dar lugar a la
complacencia o connivencia con la destrucción de la creación. Mientras más
signos de males sociales y naturales estén presentes, con más clarividencia se
podría esperar el advenimiento de la justicia divina. Esta es aquí una justicia
justiciera, que se complace en la aniquilación general y preserva a los pocos
elegidos. Podría ser un caso que se da en el seno de fundamentalismo cristiano
promovido por algunos sectores de iglesias cristianas en EE. UU. En esta línea,
Hal Lindsey,
en su obra La agonía del
gran planeta tierra nos ofrece esta perspectiva inspirada en
una lectura fundamentalista del Apocalipsis, capítulo 16, como
manifestación de Dios en un Harmaguedón, donde se revela la ira y la justicia
divina. Las crisis sociales y ecológicas, o la posibilidad de una destrucción
atómica de la Tierra son signos de este advenimiento esperado: “Cuando la batalla de Harmaguedón
llegue a su temible culminación y parezca ya que toda existencia terrena va a
quedar destruida, en ese mismo momento aparecerá el Señor Jesucristo y evitará
la aniquilación total. A medida que la historia se apresura hacia ese momento,
permítame el lector hacerle unas preguntas. ¿Siente miedo, o esperanza de
liberación? La contestación que usted dé a esta pregunta determinará su
condición espiritual”.
Lindsey,
pues, pone en el lado de los justos o elegidos aquellos que contemplan la
destrucción extrema de este mundo con una fe que ha abandonado ya el cuidado de
este mundo. ¿Es eso justo?, ¿y santo?