Tenía diez años cuando aquella imagen se le incrustó en la memoria. Han pasado siete décadas, y allí persiste. Nítida. Él, su hermana pequeña y sus padres en su pueblo, Mora, en la provincia Toledo, tierra que iba a dar tantos mártires. Son los primeros días de una guerra civil que heriría profundamente al país. Hay algarada en las calles. De repente, un grupo de exaltados de izquierdas les pone, a los cuatro, en el punto de mira de sus fusiles. Un niño que asoma su razón a la vida, frente a frente con la muerte. “Estuvimos a punto de morir. Otra gente se interpuso y no pasó nada. Lo de mi padre ocurrió al mes siguiente, en agosto de 1936”.
Es el de Gabino Díaz Merchán un testimonio de reconciliación y perdón especialmente válido para nuestra sociedad actual, empeñada de vez en cuando por parte de algunas de sus instancias en coquetear con el abismo del rencor. Impresiona oírle rememo- rar las últimas horas de su padre y de su madre, quien quiso acompañar a su marido hasta el final. E impresiona, aún más, oír el asomo a su garganta del llanto ahogado de aquel niño que quiso aferrarse a la idea de que sus padres habían escapado a México.
“Fueron a por mi padre, que era un pequeño empresario. No era un potentado, ni adinerado, ni un líder político. Era miembro del Partido Republicano Democrático por afinidad con Hipólito Jiménez, abogado en Madrid y amigo desde la infancia en Mora. Dijeron que lo llevaban al Ayuntamiento, y mi madre quiso acompañarlo, pero en realidad no iban allí, sino a la cárcel. Ella comprendió lo que pasaba y dijo que si le mataban, quería morir con él. Le dijeron que estaba loca, que nadie pensaba hacerle nada a su marido. Y mi madre regresó triste a casa. Al cabo de una hora volvieron a por ella. Creyó que mi padre ya había resuelto el asunto y volvía a casa. Cuando llegó a la prisión, lo encontró montado en un coche con otro señor, al que también mataron. La hicieron subir también a ella. A la media hora los fusilaron en la carretera que va de Mora a Orgaz, cerca del cementerio de este pueblo. Sabemos, por los testimonios de los mismos ejecutores, que en el camino ella iba preparando a mi padre, que estaba deshecho con el pensamiento de dejar a sus hijos huérfanos al morir. Le decía: ‘Mira, no vas a querer tú más a tus hijos que Dios; Dios proveerá; tienen a sus tíos, a su abuela…’.
Es el de Gabino Díaz Merchán un testimonio de reconciliación y perdón especialmente válido para nuestra sociedad actual, empeñada de vez en cuando por parte de algunas de sus instancias en coquetear con el abismo del rencor. Impresiona oírle rememo- rar las últimas horas de su padre y de su madre, quien quiso acompañar a su marido hasta el final. E impresiona, aún más, oír el asomo a su garganta del llanto ahogado de aquel niño que quiso aferrarse a la idea de que sus padres habían escapado a México.
“Fueron a por mi padre, que era un pequeño empresario. No era un potentado, ni adinerado, ni un líder político. Era miembro del Partido Republicano Democrático por afinidad con Hipólito Jiménez, abogado en Madrid y amigo desde la infancia en Mora. Dijeron que lo llevaban al Ayuntamiento, y mi madre quiso acompañarlo, pero en realidad no iban allí, sino a la cárcel. Ella comprendió lo que pasaba y dijo que si le mataban, quería morir con él. Le dijeron que estaba loca, que nadie pensaba hacerle nada a su marido. Y mi madre regresó triste a casa. Al cabo de una hora volvieron a por ella. Creyó que mi padre ya había resuelto el asunto y volvía a casa. Cuando llegó a la prisión, lo encontró montado en un coche con otro señor, al que también mataron. La hicieron subir también a ella. A la media hora los fusilaron en la carretera que va de Mora a Orgaz, cerca del cementerio de este pueblo. Sabemos, por los testimonios de los mismos ejecutores, que en el camino ella iba preparando a mi padre, que estaba deshecho con el pensamiento de dejar a sus hijos huérfanos al morir. Le decía: ‘Mira, no vas a querer tú más a tus hijos que Dios; Dios proveerá; tienen a sus tíos, a su abuela…’.