Desde el domingo de Ramos y hasta el Sábado Santo la liturgia de la Iglesia nos pone delante de la pasión de Cristo. No se da prisa en anunciarnos la Resurrección. De esta forma nos recuerda que la muerte de Cristo no es apariencia pasajera, por la que pasa como de puntillas sin que apenas le toque de veras. Durante toda la semana, ya desde el domingo de Ramos, pero sobre todo hoy, se nos invita a mirar y contemplar al Cristo muerto, a tomar conciencia de la seriedad de su muerte.
¿Qué se puede decir ante Cristo muerto? Todos sabemos por experiencia lo difícil que es decir algo en presencia de un muerto. Ante el misterio de la muerte las palabras están de más. Tanto más, cuando el muerto es Jesucristo, el hijo del hombre, el hijo de Dios.
¿Cómo ha podido pasar una cosa así? Y ¿cuál es el significado de esta muerte?
En Jesús, el hijo del hombre, muere el hombre, cada ser humano, cada uno de nosotros. En su muerte está presente la muerte de todos los inocentes, de todas las víctimas de la violencia y de la injusticia, la muerte temprana e inmerecida de tantos. Y, en el fondo, ¿quién merece la muerte? En la muerte de Jesús podemos descubrir la muerte de nuestros muertos, de nuestros seres queridos, incluso podemos anticipar la propia muerte que en algún lugar y en algún momento nos está esperando.
También podemos descubrir en esta muerte esas “pequeñas muertes” de la vida cotidiana, que nos hablan de nuestra limitación y debilidad, que el mismo Jesús ha tomado sobre sí.
Pero en el Cristo muerto descubrimos también la muerte del hijo de Dios, la muerte de Dios. La voluntad humana, enferma por el pecado, ha querido de múltiples formas ocupar el lugar de Dios, desplazarlo y excluirlo de nuestra vida, hacerle callar, impedirle que nos hable, que venga a pasear por nuestro jardín “a la hora de la brisa” (Gn 3,8), que nos exija, nos corrija, nos cure y nos consuele.
¿Qué se puede decir ante Cristo muerto? Todos sabemos por experiencia lo difícil que es decir algo en presencia de un muerto. Ante el misterio de la muerte las palabras están de más. Tanto más, cuando el muerto es Jesucristo, el hijo del hombre, el hijo de Dios.
¿Cómo ha podido pasar una cosa así? Y ¿cuál es el significado de esta muerte?
En Jesús, el hijo del hombre, muere el hombre, cada ser humano, cada uno de nosotros. En su muerte está presente la muerte de todos los inocentes, de todas las víctimas de la violencia y de la injusticia, la muerte temprana e inmerecida de tantos. Y, en el fondo, ¿quién merece la muerte? En la muerte de Jesús podemos descubrir la muerte de nuestros muertos, de nuestros seres queridos, incluso podemos anticipar la propia muerte que en algún lugar y en algún momento nos está esperando.
También podemos descubrir en esta muerte esas “pequeñas muertes” de la vida cotidiana, que nos hablan de nuestra limitación y debilidad, que el mismo Jesús ha tomado sobre sí.
Pero en el Cristo muerto descubrimos también la muerte del hijo de Dios, la muerte de Dios. La voluntad humana, enferma por el pecado, ha querido de múltiples formas ocupar el lugar de Dios, desplazarlo y excluirlo de nuestra vida, hacerle callar, impedirle que nos hable, que venga a pasear por nuestro jardín “a la hora de la brisa” (Gn 3,8), que nos exija, nos corrija, nos cure y nos consuele.
Por José Mª Vegas, cmf. Sigue leyendo...