Este texto de Franz Jalics nos permite ir a la esencia de toda vida
espiritual, el anhelo de Dios en nuestra vida, un anhelo que no se apaga nunca,
y que es constitutivo de nuestra esencia. Y esto significa ir reconociendo esas
llamadas que nos van resituando interiormente y que nos van transformando la
vida entera haciéndola eucaristía viva, un lugar de celebración y ofrenda de
todo nuestro ser ante Aquel que le va dotando de sentido.
ANHELO DE DIOS
“Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”
(Mc 10, 17-31; Mt 19, 16-30; Lc 18, 18-30).
La vida eterna es
la vida de Dios, Dios mismo. Con ello, ese joven está pidiendo acompañamiento
espiritual. En el fondo del alma de cada ser humano late un anhelo de Dios. Es
el saber innato de que nuestra patria no está en esta tierra, sino en Dios. En
él está nuestro hogar.
El deseo se
relaciona con algo que quiero tener. Sirve al yo. El anhelo es cualitativamente
distinto. Tiene su origen en el fondo
del alma y se dirige siempre a nuestra patria definitiva, a la vida eterna, a
Dios. El anhelo busca regalarse y entregarse a Dios. San Agustín lo expresa
bellamente: “Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
El tramo de camino
espiritual en el que el hombre se encuentra y aquel hacia el que puede ser
conducido depende de la intensidad con
que este anhelo de Dios se haya despertado en el hombre y de su capacidad de
entrega al mismo. El anhelo de Dios, de lo eterno, de lo absoluto,
determina la claridad y rapidez con que una persona reconocerá a los mensajeros
de Dios, a sus profetas, también determina la medida en que se dejará conducir
por ellos y se confiará a su palabra.