”LA VERDAD SE HACE EN EL AMOR” (Ef 4, 15)
El
“interior”, ese adentro nuestro es una región extraña, un lugar invisible y
silencioso donde se producen revoluciones que luego saldrán a la luz. Es un
lugar de movimientos, decisiones, victorias, fracasos, que aún no se inscriben
en las coyunturas de la vida social. El interior es la región donde la voluntad
es maestra de sí misma. Podemos ver el alma como un espacio interior, como una
página donde uno escribe, un jardín por el que circular… (Michel Certeau, sj)
Este camino
hacia la interioridad que hemos podido recorrer a lo largo del confinamiento,
de forma más consciente y voluntaria, nos ha llevado a contactar con el “Amor
primero”, con este amor que nos conduce a salir plena y conscientemente
conectados a Él, sabiéndonos en salida de nosotros mismos, en salida hacia las
necesidades que nos llegan de los otros, como estos tres vecinos de Madrid, dos
mujeres y un hombre dueño de un restaurante que, al comenzar el confinamiento
organizaron en sus respectivos barrios una “red de cuidados” para hacer
recados; y él, desde que tuvo que cerrar su local, puso en la puerta una “olla
de alubias” a disposición de los vecinos. Una de las mujeres declaraba que ella
no hacía aquello para sentirse bien: “Lo hago por justicia social”.
Resuenan en nosotros las palabras de Francisco el
Domingo de Pascua, sobre lo que significa la Resurrección de Jesús: “No es una
fórmula mágica que nos ahorre el conflicto y el dolor”… “Es la victoria del
bien sobre el mal”… “Es tender un puente donde hay un abismo”… En Jesús “el amor se hace gesto, acción
liberadora y palabra encarnada ante la indignidad y el sufrimiento humano”.
Esta morada interior, desde el Amor primero
que nos dispone a salir al “afuera” es como el tratado del alma, de la oración
y del itinerario espiritual. En esta morada hemos podido ir reconciliándonos
con la soledad, con el silencio; este ejercicio continuado nos ha facilitado
hacernos conscientes de nosotros mismos: nuestras oscuridades, nuestras luchas
internas, nuestros deseos, nuestra relación con nosotros mismos y cómo ésta
tiene tanta relación con la que
mantenemos con los demás; lo que realmente me mueve o me movía hasta ahora y me hago consciente, nuestra luz… y cuál es
su fuente de energía. Lo que teníamos y
tenemos guardado en el corazón, con el deseo de mantenerlo como hacía María.
Todo esto y mucho más, ha sido posible al acostumbrarnos al silencio, a la
soledad y a la búsqueda intencionada de este tiempo de interioridad fecunda.
Para ello, hemos tenido y tenemos que atravesar tinieblas y descender
hasta lo más oscuro de nuestro interior profundo, para renacer así a una nueva comprensión, como la de Jesús
cuando tomó el pan, lo partió y repartió. Aquel gesto de Jesús supuso en él:
reconocer, asumir y aceptar la propia vida. Para
nosotros supone “vivir la experiencia” de haber sido “salvados” por Jesucristo,
de haber sido amados, liberados y llamados a vivir la misma vida que Él, y esa
comprensión y esperanza nuevas, lejos de hacernos quedar estáticos y pasivos
esperando un más allá de placidez, nos empuja a un dinamismo y proceso; a un
inconformismo e insatisfacción.
¿Y en nosotros, este gesto de Jesús qué
implicación tiene? ¿Qué
otro habita dentro de mí? ¿A quién le hablo? Quizá de este modo podemos ser conducidos para ir dejando lugar al
“Otro”.
Algunos habrán atravesado y descendido
hasta lo más oscuro para renacer, otros aún en proceso… ¡No importa! El tiempo
de Dios es muy diferente al nuestro. Lo cierto es, que desde donde estemos en
este proceso, vamos retomando la vida, volvemos a mezclarnos unos con otros,
vuelven los sonidos que inundan las ciudades. Y el Padre nos recuerda: “Hijo,
prepárate para el camino” (Tob,
5,17).
¿Qué tengo preparado para retomar el camino? ¿Con qué
parto en mi mochila? El recuerdo de tanto bien recibido, incluso en momentos de
inmenso temor, de confusión en relación a cómo cuidamos el planeta, la creación
(el sol, la luna, la tierra, el agua, los animales, la flora tan diversa, el
hombre, la mujer…) nacida, surgida de tanto amor, de un amor infinito que nos
invita a respetarla con la sabiduría de lo que significa cómo podemos dejarla a
generaciones futuras para su asombro y provecho. Reconocernos frágiles, que no
débiles, vulnerables y por lo tanto necesitados los unos de los otros… Este recuerdo de tanto bien recibido, nos
lanza a devolver tanto Amor recibido, experimentado, vivido… Nos lleva a
desprendernos de nosotros mismos, a descentrarnos y así vivir centrados en Él y
desde Él. ¿Cómo? De mil maneras, tantas como personas.
Mantener iluminados los ojos del corazón,
nos facilitará no sólo reconocer a Dios en todo y en todos, sino contemplarlo. Y otra vez viene el “salir desde dentro”,
el corazón entendido como esa apertura a Dios que integra toda la persona y desde la que desde nuestra libertad consentida
vamos entendiendo como Él se va haciendo presente en la realidad que habitamos
y que nos habita, llenando de
significado aquellas palabras de “en Él vivimos, nos movemos y existimos”.
Cultivar los sentidos, nos permitirá
reconocerle en el camino: podremos saborear y gustarlo a lo largo del día,
escucharlo en sus diferentes registros, nos facilitará tocarlo, acariciarlo,
sosegarlo… Nos permitirá descubrir su fragancia variada… A Él le gusta
mezclarse entre la gente, y en este diálogo…”PARA
EN TODO AMAR Y SERVIR”