Pedro Bolaños, de CVX-Gran Canaria, presenta esta reflexión el día de San Ignacio.
Uno de los rasgos más significativos de nuestra cultura actual, es para mí, sin duda el la de la inmediatez.
No sabría decir si
esta ansiedad en la que vivimos pendientes de estímulos inmediatos obedece al
avance tecnológico que tanto marca nuestra cultura, o si por el contrario, el
avance de la tecnología se ha producido por la creciente avidez de la respuesta
inmediata.
Recuerdo cuando no
hace muchos años comenzábamos a utilizar los primeros ordenadores, aquellos que
se conectaban a un televisor y que almacenaban los datos en una cinta
magnética, de las de casetes. La fascinación que nos suponía aquello fue
rápidamente superada por otra máquina que prescindía de los casetes, y después
por otra que era un poco más rápida, y así sucesivamente. Hoy, la cultura
tecnológica ha llegado a un punto que nos resultaba inimaginable tan siquiera
hace una década. Ya casi no nos llama la atención los prodigios que son capaces
de hacer las máquinas que se han incorporado a nuestra cotidianidad, desde el
ordenador hasta el teléfono móvil.
Pero ese avance ha
traído una consecuencia que me inquieta. La de no saber esperar, la de la falta
de paciencia, la de la falta de perseverancia. Hoy en día, lo que no sucede
inmediatamente lo descartamos. Y esto es así con mayor fuerza en cuanto más
jóvenes son los actores.
Vivir presos de la
inmediatez condena al fracaso a priori a la gran mayoría de los proyectos
humanos, especialmente aquellos que más valen la pena. Desde una vocación
profesional hasta la vida familiar plena.
Hoy 31 de julio,
celebramos la fiesta de San Ignacio de Loyola. Y al hilo de estas ideas,
quisiera detenerme un momento en su figura. Quizá pueda resultar anacrónico
fijarse en este hombre medieval para extraer alguna consecuencia para nuestro
momento actual, pero creo que sí vale la pena.
Ignacio era un hombre de la corte, empeñado en triunfar en todo. Sin embargo, el que era uno más de la corte dio el primer paso para convertirse en alguien genial, precisamente a partir de un fracaso que le dejó desorientado y sin ninguna esperanza. Y fue precisamente a partir de ahí cuando fue llevado por la providencia a ir descubriendo lo que debía hacer.
Después de la
herida de Pamplona, con una pierna quebrada y más muerto que vivo, afrontó
primero su recuperación física con paciencia y resignación. Fue capaz de
someterse a otra nueva operación para recomponerle la pierna mal curada. Y en
ese proceso de convalecencia fue haciéndose preguntas y esforzándose en
responderlas honestamente.
Esa preguntan le
llevaron a viajar a Jerusalén, en unas pésimas condiciones y sin otros recursos
que los que podía conseguir de las limosnas. En Jerusalén recibió otro nuevo
revés a sus planes, que le llevó de vuelta a Barcelona y comenzar a estudiar en
una escuela infantil con treinta años, donde aprender a leer y escribir. Y
luego a las universidades de Alcalá y Salamanca, y finalmente París, donde
concluyó sus estudios.
Hoy en día, en
donde vemos tanta gente que se vive fracasada, la vida de Ignacio resulta muy
estimulante, especialmente para aquellos que ya maduros, han visto la
conveniencia cuando no la necesidad de retomar su formación, de empezar de
nuevo, de darse nuevas oportunidades.
Yo creo que para
todos aquellos que tardíamente se dedican a formarse, San Ignacio puede ser
buen ejemplo, y por qué no, su santo Patrón.
(Publicada el 31
de julio de 2012 en la web de la Red Ignaciana de Canarias Anchieta http://www.redanchieta.org/spip.php?article986)