Fernando Vidal, de CVX-Galilea, escribe sobre cómo superar el “Síndrome
de la Ostra” para no encerrarnos en nosotros, a salvo de los sueños y
exigencias del compromiso, siendo los pobres los que nos pueden enseñar a vivir
con el corazón abierto.
Los sueños perdidos y
las luchas desgastadas hacen que nos encerremos dentro de una ostra en vez de
vivir a corazón abierto. Pero los pobres nos ayudan a volver a vivir a
corazón abierto una y otra vez. Para no perder la pasión por cambiar
la Historia necesitamos unirnos cada vez con más corazón a los pobres.
Muchas personas sin
hogar sufren el Síndrome de la Ostra. Las ostras van acumulando capas
conforme pasan los años, forman las valvas o conchas y eso les protege de
las adversidades. Primero se cubren con una capa superior. Muchas personas que
pasan los días en la calle se protegen de las miradas de los peatones. A veces
son miradas recriminadoras; otras veces muestran miedo; las más de las veces
son miradas que buscan quién es la persona que sufre así. Y para no ser
vistas, las personas sin hogar bajan la cara, se la cubren con las manos, se
acurrucan, se protegen entre cartones o incluso prefieren estar de rodillas con
la cara contra el suelo. Se ponen gorras, se dejan barbas, suben las solapas… Como
la ostra, van echando mantos de ropa y cartón para protegerse de la mirada de
la sociedad.
Pero no es sólo la
valva superior sino que internamente también hacen crecer una inferior que
les proteja de sí mismos, de sus recuerdos y sueños. Es difícil estar sin
hogar y a la vez recordar quién eras, tu familia, pareja, hijos, el trabajo que
tuviste, los sueños de juventud, tu infancia, tu madre, tu padre, quién fuiste,
lo perdido y lo anhelado. Así, la persona trata de no verse cara a cara en el
espejo, en la memoria ni en los deseos.
Las dos valvas se
cierran una contra otra y encapsula a la persona.
Lo protege de sí mismo, de los demás y de todos los que se acercan
prometiéndole una solución que finalmente no llegará. Cada vez que las
Administraciones, ONGs, iglesias, voluntarios o ciudadanos les fallan, se echa
una capa más a la valva haciéndola más gruesa. Y el sistema social ha
fallado –hemos fallado– tanto a los más pobres –una y otra vez– que esas
conchas son muy densas y difíciles de romper.
Cuando estamos con
personas sin hogar tratamos de que otra vez nos den una oportunidad de ayudar.
Se les pide que abran las valvas y que expongan su intimidad a la intervención
social otra vez. Sólo la confianza logra que se abran porque están cansados,
decepcionados y cada vez que fracasamos en ellos la vida se les hunde un poco
más. Cerrarse como una ostra es un modo de protegerse de los demás y de uno
mismo. Tratan de no ceder a la tentación de confiar, ilusionarse, soñar…No
abrirse tanto que se les haga daño otra vez.
El síndrome de la
ostra lo sufren muchas personas sin hogar pero… ¿no lo sufrimos también
mucha otra gente? En nuestra juventud formamos anhelos de cambiar el
mundo. Hemos soñado con encarnarnos en un barrio desde el que transformar
la comunidad, unirnos a los pobres en amistad y desde ahí iniciar una
pequeña revolución, un cambio significativo Hemos apostado por causas,
por estilos de vida alternativos, hemos forjado compañerismo y hemos puesto
nuestras vidas al servicio de cambios cualitativos… que no llegan. “La lucha
por la Justicia es una larga cabalgada”, dice siempre mi amiga Fátima
Miralles. Y muchos entre esos soñadores ceden al peso de la frustración,
el cansancio o el escepticismo… También se forma una ostra alrededor.
Por un lado se
forma una valva interna que trata de olvidar los sueños de cambiar el mundo,
se evita examinar la propia vida… No se soportan las contradicciones, las
cesiones… A veces es difícil diferenciar entre la tolerancia compasiva con los
propios límites y la autocomplacencia. La indignación por la injusticia, los
deseos de entrega y las ganas de luchar son ahogadas bajo la valva inferior de
la ostra.
Y también nos
defendemos con una capa externa hecha de escepticismo, condescendencia,
suspicacia, amargura, resignación, impotencia, pesimismo, conservadurismo,
desesperanza o falta de fe. Y así nos encerramos en nosotros, a salvo de los
sueños y exigencias del compromiso con las causas en las que se juega el
destino de nuestro mundo.
Conozco muchas
personas que encierran la perla de su vida entre los mantos endurecidos de las
ostras y, cuando te acercas para que se abran a nuevos compromisos, los
aprietan aún más. Incluso se llega a reaccionar con violencia contra sí mismo y
los demás. Y así las perlas de sus capacidades, su personalidad y su vida son
enjauladas. Lo más peligroso no es que nuestro corazón esté dentro de una
jaula sino que haya una jaula dentro de nuestro corazón.
Para superar el
Síndrome de la Ostra está el vivir a corazón abierto.
Los años no encierran nuestro corazón dentro de una ostra ni lo endurecen como
piedra. Hay que arriesgarse a vivir, aunque tengamos que sufrir decepciones,
impaciencias y decepciones.
Aprendamos de las
personas sin hogar. Ellos nunca se encierran del todo dentro de “la
ostra”: una y otra vez dan su confianza a quien viene a ayudar, buscan luchar
por sus sueños y tan sólo necesitan un lugar en el mundo desde el que volver a
comenzar. Y aunque pierdan y caigan de nuevo, lo siguen intentando una y otra
vez. Lo más llamativo no es su pobreza sino su sabia resistencia
para seguir defendiendo la vida sin rendirse jamás.
Con mayor o menor
intensidad, todos sufrimos el Síndrome de la Ostra y son los más pobres
quienes nos pueden ayudar a no perder la esperanza, a seguir creyendo en que el
cambio es posible y a poner toda nuestra fe en la humanidad. Los pobres nos
enseñan a vivir cada vez más a corazón abierto. Si pierdes fe en tu
poder para cambiar las cosas pídesela a los pobres: ellos en el fondo siempre
lo esperan todo de ti.