Juan Antonio Senent, de CVX Sevilla,
reflexiona a partir de John Locke y el teísmo ilustrado sobre la política
teológico-racional y las creencias religiosas.
Uno de los
teóricos más influyentes en la tradición del liberalismo político como John
Locke, estableció un marco de racionalidad para la política y la sociedad por
medio de una concreta política teológica. Por marco
de racionalidad nos referimos a una particular concepción de lo que deba ser un
comportamiento racional humano, así como a la exclusión de otras dimensiones
racionales que pasarían a ser ilegítimas. A partir de ahí, se justifica la
función del Estado y la dirección del comportamiento de los actores sociales. Y
ello lo realiza no en sus escritos sobre la tolerancia religiosa, sino
justamente en su Segundo
Tratado sobre el Gobierno Civil (1690).
La política
teológica es la clave de bóveda del sistema de pensamiento liberal, que sin
embargo, ha sido naturalizada y ocultada en el propio discurso posterior del
liberalismo al declararse neutral ante las creencias religiosas. Se establece una concepción de lo último de la
realidad, de aquello que está fundamentando y dirigiendo el
adecuado desarrollo de la realización humana. Una vez que ha sido establecida
la lógica que deben desempeñar los actores públicos y privados, no es necesario
volver a acudir a una instancia última que unifica y da sentido a la realidad.
Creado el mundo y reconocido cuál es su debido desarrollo, no es preciso
declarar más cuál es la fuente de la realidad o de la ley. Por ello se puede secularizar, esto es,
eliminar la referencia a la última instancia pero todo seguirá bajo los mismos principios.
Eso sí, las otras concepciones teológicas serán “creencias” privadas ante las
que el Estado deberá permanecer neutral.
Si bien
Locke declara la incompetencia formal del poder público para intervenir en
materia religiosa, y la libertad religiosa como derecho natural de cualquier
individuo, establece un marco teológico propio de carácter público que da coherencia
a todo su pensamiento. En su imaginación teológica parte de Dios como creador
no sólo del mundo, sino de la propia legalidad que rige la naturaleza y de la
legalidad inscrita en la naturaleza humana. Es más, Dios aparece no sólo como
creador y legislador primero, sino como “amo y señor” de la criaturas y de los
derechos de los individuos. Todo es obra y está bajo dominio de “un omnipotente e infinitamente
sabio Hacedor”. Los individuos sólo pueden administrar
lealmente lo que no siendo suyo les es confiado para que los conserven y
acrecienten. Por ello, no pueden renunciar a lo que no es suyo, sino que están
obligados a asumir su posición subordinada y de defensa.
Esta
teología se diferencia de las creencias religiosas. Si las creencias y los
sistemas religiosos que producen sólo tienen una validez privada o subjetiva
para quien está convencido de su verdad, la teología que Locke sostiene tendría
un carácter supuestamente racional y público, y en este sentido, evidente para
cualquiera que quiera usar rectamente su razón. Por ello, se propone como clave
fundamental para explicar el origen de la realidad y la legalidad que la rige
más allá de la opinión o de las ideologías particulares. La razón, defiende Locke en la línea
del teísmo ilustrado, es la “regla común y medida que Dios ha dado al género
humano”. Por tanto, hay una connaturalidad entre la razón
humana y el autor de la misma que está más allá de cualquier religión histórica
particular.
Dios ha dado toda la realidad natural a los hombres para que
estos se sirvan de ella y acrecienten su rendimiento y utilidades. Igualmente
ha establecido un dictado de la razón por el que los bienes comunales
originarios deben ser apropiados individualmente para que así obtengan una
utilidad de ellos. Los individuos son administradores de derechos naturales que
son propiedad del Altísimo. Por ello, es un deber sagrado e inalterable
rebelarse ante el poder político constituido si éste pretende expropiar o
limitar estos derechos. Si bien lo individuos son abstractamente iguales, no
todos se conducen a la altura de la razón que Dios ha conferido al género
humano. Son los pueblos civilizados (europeos) los que ejercen correctamente la
racionalidad humana y quienes están llamados a explotar toda la riqueza de la
Tierra gracias a los avances de la ciencia y a apropiarse de sus frutos para
dar cumplimiento al designio divino.