Juan Antonio Senent, de CVX Sevilla, publica la
tercera parte de su artículo sobre el papel público de las religiones respondiendo
a la pregunta de si el desarrollo cultural en Occidente sigue en la
secularización o estamos dirigiéndonos a una era postsecular.
Si la
superación de la hegemonía cultural del cristianismo en la Edad Media se
ventiló con su reducción religiosa en la era moderna;
en la era postmoderna el cristianismo debiera reducirse a un núcleo de
espiritualidad, abandonando los elementos sociales y culturales propios de las
religiones. Creo que ese es el desafío que presenta una nueva agonía del cristianismo.
Por ello como señalábamos, le aguardaría ahora otra muerte venidera, la del
tiempo postreligioso que ya empieza a emerger y en el que el cambio de
conciencia espiritual desplazará la forma religiosa.
En este
contexto, ¿cuál es el camino que está tomando el desarrollo cultural en
Occidente en la era postmoderna, seguimos en el camino de la secularización o nos estamos dirigiendo a
una era postsecular? Si ese es el rumbo, ¿habrá en ella una
contribución pública de las tradiciones religiosas?
Las
respuestas no pintan a favor de la contribución pública de la religión. En ella
convergen dos razones, una moderna y otra postmoderna. La razón moderna para su exclusión
consiste en que la conformación del poder público y de las reglas y valores de
la convivencia social supone un combate secularizador sobre la función
ordenadora de las iglesias cristianas con respecto al poder político, de su
legitimación y de las finalidades y principios que deban conformar la
racionalidad política. Ni la religión cristiana debe tener una palabra
significativa en el espacio público ni su autoridad es una instancia
suprapolítica que valida el poder político. La teología política cristiana debe
ser sustituida por una política teológica secular. Esta emancipación y
autonomización del espacio político se presenta todavía como un proceso
incontestable e imprescindible para la paz social. Por ello debe persistir la
exclusión ante la amenaza totalitaria de la religión.
En la discusión postmoderna sobre el papel
público de las religiones se hacen presente dos líneas de crítica. Recordemos
que la postmodernidad reside aquí en el intento de superación de las
indigencias que provoca la modernidad hegemónica, como el abandono de la dimensión espiritual, pero
a su vez, la conservación de sus logros, como la superación de las teocracias. La primera es que lo
religioso debe ser superado por la espiritualidad y separado de ella. Si es
cierto que en las tradiciones religiosas encontramos un núcleo espiritual común
de experiencia de libertad y amor, ese centro es domesticado, o peor,
encarcelado, en formas religiosas que consisten en la administración
autoritaria de una disciplina social de doctrinas, costumbres, ritos, verdades
que conforman el universo religioso de un grupo social. Esta administración de
un camino espiritual genera una distinción social, provee de una identidad que
separaría a la comunidad religiosa de las otras comunidades y sociedades. Esta
identidad propia sería una amenaza persistente para la convivencia pacífica con
los otros. Por ello, se abre una segunda línea de crítica de la religión: la persistencia
de las formas religiosas mantiene las conciencias identitarias excluyentes que
provoca el tribalismo, la intolerancia y la violencia.
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