Juan Antonio Senent, de CVX Sevilla,
publica la segunda parte de su reflexión que ayuda a repensar el espacio del
cristianismo en público, desde el no-poder, mostrando que se pueden ya humanizar
nuestras relaciones.
En la Edad Media, el cristianismo
jugó su suerte histórica especialmente en el campo
cultural. La crisis de las formas culturales occidentales
anteriores, sobre todo de la cultura griega y romana ante la sucesiva descomposición
político-social de sus imperios, permitió a la Iglesia adquirir una posición de
hegemonía cultural. En sus espacios intelectuales (monasterios, cátedras,
universidades) custodiaba, administraba y actualizaba el legado antiguo. Pero
también su catequesis y su magisterio ofrecían a los pueblos europeos un
sentido global de la existencia social y una orientación para ordenar la vida
colectiva y personal. Esta posición en el campo cultural, le permitió
desarrollar una influencia decisiva en la doctrina moral, en la atribución de
legitimidad política a la autoridad, en la regulación de las instituciones
jurídicas y económicas. Ello lo realizó con autoridad, y también no pocas veces
con poder, con jurisdicción y con espada.
A partir del Renacimiento se produjo
una progresiva superación de esa versión del cristianismo como fuerza cultural
hegemónica configuradora de una sociedad de cristiandad. De poder cultural
universal, en lo profano y en lo sagrado, a su reducción religiosa. El cristianismo
debe ser una religión. Una doctrina sobre lo sagrado, sobre lo trascendente y
transhistórico. La Iglesia debe ceñir su autoridad a la religión, y a su
espacio religioso, a su propia doctrina y al cuidado de las almas de sus
fieles. Por ello, tendrá que callar ante lo que cae fuera de su incumbencia,
como las leyes, la política o las ciencias. Se afirma así lo secular como
exclusión de lo religioso en su propia configuración y dinamismo.
Esta exclusión que acontece en la
Modernidad ha obligado a la Iglesia a repensar su misión sociohistórica y a repensarse en el espacio público. Sin
embargo, el cristianismo no puede aceptar esta reducción religiosa, justamente
porque aliena su entraña más histórica para desvincularlo del acontecer
histórico. En el cristianismo hay siempre un juego de estar en la historia para
ir más allá de ella. Se sitúa en un más allá de la ley, del poder y del
conocimiento, los reconoce pero lo trasciende y transfigura. Para ello, ha necesitado el cristianismo recuperar su posición
histórica originaria de no poder, de subalternidad crítica que
abre los espacios sociales e institucionales, rompe las seguridades de las
prácticas que se autolegitiman, y da paso a una nueva justicia y a una nueva
sociabilidad incluyente y plural que restaura lo abandonado y lo impuro.
Si consideramos el pensamiento
cristiano desde su núcleo originario podemos ver que este no es sino una forma de pensamiento crítico que se
alza desnudando la pretensión de bondad por el cumplimiento mecánico de la ley,
impugnando la identificación entre ley y justicia, la denuncia del poder como
dominación, su brillo como idolatría, rechaza la “sabiduría del mundo” y afirma
la “locura de la cruz”. Con ello, reintroduce un mundo de relaciones negadas,
que “no-es” pero que adviene, otra sociabilidad, que es novedad, vida
abundante, buena noticia. En este sentido, la teología de la ley en san Pablo o
en el evangelio de Juan constituye un
profundo programa crítico del Derecho y del Poder en su
desarrollo histórico.
Vista en perspectiva este proceso
histórico le ha permitido al cristianismo “purificarse”
de sus reducciones. No se puede identificar con una forma
cultural, como la grecorromana. Necesita hacerse presente en medio de una
cultura pero no se puede cerrar en ella. Pero tampoco en un asunto meramente cultural. Se mueve en un
horizonte mayor de humanización permanente. Y ello, no lo hace desde el poder,
sino desde lo que no está y clama. Por ello su lugar, para cumplir su tarea
pública no puede darse sino malograrse cuando está el centro del poder, y da
fruto desde la periferia de lo negado y lo ausente.
Por ello, en este contexto,
podemos entender desde esta clave de otra presencia en el espacio público, el
gesto público y profético del Papa Francisco en la isla de Lesbos para denunciar el drama de los
refugiados, la insolidaridad sociopolítica y el vaciamiento de las exigencias
de justicia del núcleo jurídico de la Unión europea. Si “Europa es la patria de
los derechos humanos, y cualquiera que ponga el pie en suelo europeo debería
poder experimentarlo”. Apunta lo que falta y lo que se necesita para humanizar
nuestras relaciones. En ese camino, no se
trata sólo de la denuncia profética, sino de mostrar que se puede vivir ya
ahora desde esa nueva humanidad.