De visita por el taller: experiencia de Ejercicios Espirituales

Las pasadas Navidades me fui cuatro días de Ejercicios Espirituales a Loiola. No era mi primera experiencia de EE pero cada vez es una experiencia distinta: sabes quién es tu acompañante pero desconoces el viaje que te tiene preparado. Y es que en cada ocasión te sorprende con una cosa diferente. Este año me invitó a conocer su taller. ¿Queréis saber lo que me encontré?


Llegué a la estación puntual. Tenía muchas ganas de volver a compartir unas vacaciones con Él. Estaba deseando emprender el viaje y ansioso por descubrir de su mano nuevos lugares. Miraba el reloj pero Él no llegaba. Empecé a impacientarme. Habíamos quedado allí, ¿verdad? Tenía miedo de perder el tren (aunque, en realidad, no sabía cuál debíamos coger), así que saqué el móvil y le llamé insistentemente. Pero no obtuve respuesta. Cuando se acabó la batería, alcé la mirada al frente y allí estaba Él. Al fin había aparecido. Le pregunté por el retraso y me dijo que había estado allí todo el tiempo pero que me vio tan ansioso por partir que no me veía preparado para el viaje. Según Él, necesitaba una pequeña dosis de pobreza y humildad. De esta manera saqué la primera lección del viaje: “Él toma la iniciativa. Yo tengo que aprender a esperar. Sus tiempos son distintos”.


Una vez juntos, me pidió que confiara en Él, me tapó los ojos y…¡zas! de repente aparecimos en un coqueto taller de carpintero. Me dijo que, aunque muchas veces lo dude y, a pesar de su avanzada edad, Él sigue trabajando todos los días. Ese iba a ser nuestro destino durante los próximos cuatro días porque tenía la intención de mostrarme cómo funciona el taller.

Lo primero que hizo fue presentarme a sus compañeros de trabajo: su amable hijo y una paloma mensajera (algunas veces se referían a ella como “Espíritu”). Me animó a que abriese una pequeña ventana que había al fondo del taller y, ¡oh, sorpresa!, se veía todo el haz y redondez de la tierra. “Todo eso que ves”, me dijo, “es creación mía”. Y observé que no sólo había dado forma a las cosas, sino también a las ideas: eran preciosas las esculturas de la “Belleza”, la “Justicia”, el “Bien” y el “Amor”. Además, me enseñó a descubrir una parte de su creación que para casi todos pasa desapercibido: en lo más profundo del corazón de cada persona colocó la capacidad de transcendencia porque nos había cogido tanto cariño que quería que pudiésemos relacionarnos con Él (dejándonos libertad para ello, me aclaró). Al poco se arremangó su camisa de carpintero y comenzaron a trabajar.

Así saqué una nueva lección: sabía que Él se había dedicado a la artesanía durante algún tiempo (algunas veces había oído, maliciosamente quizá, que tan sólo durante 6 días) pero creí que llevaba tiempo jubilado. Sin embargo me demostró que no, que Él no se ha desentendido de su obra y sigue trabajando continuamente en ella, sin desvelo, y con las mismas ganas que el primer día. Su hijo, pese a una mala experiencia como mensajero, no dejaba de mirar la creación de su padre con absoluta ternura y misericordia. Y la paloma no dejaba de salir al exterior a transmitir los mensajes que Él le encomendaba: parecía como si se multiplicara millones y millones de veces (más tarde me explicó que tantas, como personas habitan la tierra).

Al rato requirió mi atención y me sugirió que mirase por la ventana a un punto muy concreto de la tierra y, como si de un espejo se tratase, allí estaba yo. Me percaté de la gran cantidad de tonterías que hacía, rompiendo la armonía de su obra, y, a pesar de todo, la paloma mensajera llamaba continuamente a mi puerta. Observándolo desde allí, caí en la cuenta de la gran cantidad de veces y de formas en que esa paloma me había llamado en su nombre. La última ocasión me había invitado a hacer el compromiso temporal con CVX. En ese momento me sentí un tanto avergonzado: pese a la cantidad de cosas que yo hacía contra su obra, Él me llamaba continuamente a trabajar en ella, a
ser co-creador y creativo. Ello me dio pie a sacar una nueva lección: al igual que Él, yo también debía comenzar a tener más amor por lo imperfecto.

El tiempo transcurría rápidamente. Pronto se hizo la hora de comer y me invitó a pasar a través de una pequeña puerta. Sin embargo, esa diminuta e insignificante puerta comunicaba con amplísimo comedor, tan grande como toda la tierra que había podido contemplar a través de la ventana del taller. Me dijo que allí se encontraba la más majestuosa de sus obras, la obra definitiva, para la que llevaba trabajando sin descanso toda su vida. ¡La obra con la que culminaría su gran sueño! Destapó la sábana que la cubría y apareció…una mesa, una simple y sencilla mesa de madera. Le pregunté sorprendido dónde radicaba la majestuosidad de esa obra y le apunté que tenía otras mejores en el taller. Entonces me lo explicó detenidamente: todas las creaciones que me había enseñado adquirirían su pleno significado allí, cuando en torno a esa mesa sean capaces de compartir el banquete que nos tiene preparado. Lo denominó el sueño de la mesa compartida. En ese momento, todo adquirió sentido para mí, todas las creaciones tenían un principio y fundamento.

Así fueron transcurrieron los días. Y cuando su hijo me estaba contando su vida, la relación tan especial que le unía a su padre…llegó el momento de partir. Tocaba regresar a mi vida oculta en Bilbao. Después de un largo abrazo de despedida me susurró al oído: “desde ahora, estate atento a la paloma. Te seguirá llamando, invitándote a formar parte de mi Misión, ya sabes…la mesa”. Y guiñándome el ojo, me lanzó una sonrisa de complicidad.