La oración de la mañana del 5 de agosto ha comenzado con la petición:
Cada uno de nosotros ha ido depositando la sal que llevaba en un cuenco común situado en el altar.
"Padre amoroso, tú que nos has llamado por nuestro nombre, tú que nos elegiste antes de que naciéramos, sigue acompañándonos en nuestra vida y nuestras misiones concretas; envíanos tu espíritu para que, de tu mano, podamos seguir siendo sal de la tierra y luz del mundo".
Tras una lectura reposada de fragmentos de la exhortación del Papa y de los Principios Generales, los participantes hemos sostenido en nuestras manos un puñado de sal, como imagen de nuestras misiones: diferentes en la forma, pero iguales en el fondo. Aparentemente unos son más grandes y llamativos; otros tienen formas curiosas; otros quizás son más pequeños y discretos... Pero, al fin y al cabo, todos son granos de sal. En esencia, cada uno de esos granos cuando se disuelve en el agua, se convierte en lo mismo y sirve a un mismo fin. Así también es nuestra vida... llamada a entregarse, a dejarse transformar por el agua del Espíritu.
Cada uno de nosotros ha ido depositando la sal que llevaba en un cuenco común situado en el altar.