Una experiencia de PASCUA: Vivir la CRUZ y la VIDA en Ceuta

Desde nuestras ciudades y desde nuestras vidas, África es un joven vendiendo pañuelos en un semáforo. Cada uno de nosotros interactúa con él de forma diferente: compasión, simpatía, reproche, indiferencia… Poco más sabemos, y quizá queremos saber, de esos ojos, de esas manos y de esos pies.

Un tiempo antes puede que ese joven viviese en Ceuta, como centenares de africanos, mujeres, hombres y niños, atrapado en la frontera Sur de Europa, en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI). Después de un viaje interminable, lleno de miedos, penalidades y muerte, de haber estado escondido en el bosque, cerca de la frontera, sin comida ni agua, sin abrigo de la lluvia ni consuelo de luz en la oscuridad, sólo le quedaba el infierno del traslado a nado desde Marruecos a Ceuta, o quizá en el maletero de un coche después de entregar lo último que tenía, unos 3500€, a la nueva versión de negrero de la mafia marroquí. Parecía que la pesadilla llegaba a su fin y alcanzaba la “tierra prometida”. Sin embargo, pronto empezó a pensar que jamás saldría de aquel horrible lugar, la “cárcel dulce”, donde se puede caminar libremente, comer y dormir, pero donde no se puede ir ni hacia delante ni hacia atrás de tu historia, atrapado en un limbo sin salida, un día tras otro hasta sumar años viviendo en 18 km2, sin identidad, sin trabajo, sin sanidad, sin derechos, sin horizonte… “A veces me duele la garganta porque se me forma un nudo pensando en que llevo aquí tres años y medio, cada mañana veo menos salida, y va deteriorándose mi ánimo y mi esperanza, ¿por qué no puedo tener la oportunidad de vivir un poco mejor, qué mal he hecho?” Hay lugares donde uno percibe el secreto de la resistencia humana, realidades que son grito límite, “basta ya”.

Lo más importante de mi experiencia en Ceuta es que he convivido con el mismo Jesús. Ese Jesús profundamente humano, en camino, martirizado, incomprendido, burlado, triste hasta la muerte en Getsemaní o en el puerto con la mirada perdida en la costa de enfrente. Ese Jesús que experimenta el silencio de Dios en medio de la confusión más absoluta: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Y a este Jesús, en el rostro de Syllam, Daniel, Phillipe, “Obama”, Michelle… he ofrecido mis pequeñas y frágiles manos para que me las lave, y a mi vez yo he lavado las suyas, grandes y negras, duras y llenas de cicatrices, mientras a ambos nos resbalaban las lágrimas por la mejilla, y se nos hinchaba el corazón de un profundo amor fraterno. Y a estos crucificados de hoy los he visto inclinarse sobre la Cruz de Jesús, pidiendo perdón por sus faltas y pecados (¿cómo se puede evocar el perdón desde el sufrimiento?), clamando que se acaben las guerras que desangran África y rogando protección para su familia indefensa. Y yo, frente a la abrumadora presencia de su cruz, sentía que me hacía cada vez más pequeña, avergonzada de una vida insultantemente cómoda que no merecía más que ninguno de ellos o ellas. Te veo en la Cruz, sólo por amor, muriendo por mí, ¿qué puedo hacer por ti, Señor?

Ese mismo Jesús deja atrás la muerte y nos ofrece la Vida. Nos reúne a la mesa para compartir el Pan y el Vino, y la comida que ha preparado con tanto amor la hermana Regina, para todos los que quieran celebrar la fiesta en la casa: compartiendo se multiplica y no falta para nadie, recordando la experiencia del mismo Jesús con los panes y los peces, todos sentados en círculo, como hermanos y hermanas. Esa Vida que se renueva en cada abrazo, risa, canto, conversación, en todos los idiomas, porque cuando hay interés por comunicarse nada lo impide. En medio de la noche, la Vida es una gran hoguera en la que se queman todas las cruces de la humanidad, y el fuego las transforma en velas encendidas que iluminan caminos y sueños. Es la Resurrección en el bautizo de Daniel, porque en Jesús y sus seguidores ha experimentado por primera vez desde que salió de Camerún que es un hombre con dignidad y que hay Alguien que lo ama, y esta noche siente que ha dejado atrás el pasado, lo viejo, y comienza una nueva vida llena de esperanza. Es la lluvia que lava y purifica, que cala arrastrando todas las formas de esclavitud de nuestro tiempo, interiores y exteriores, todas las soledades y destierros, todas las violencias e injusticias, el agua que restaura y renueva.

La visión nocturna de la valla fronteriza de Ceuta es sobrecogedora. Gólgota, lugar de sufrimiento y muerte. Una barrera iluminada para amenazar a los pobres y desenmascarar las vergüenzas de una Europa hastiada y satisfecha con el corazón de piedra. Cruz de hoy, escándalo y locura, interpelándonos y solicitando una respuesta desde la fe en la Resurrección. La Pascua en Ceuta convirtió la valla doble de seis metros de acero y espino en una valla de papel que entre todos rompimos. Al otro lado, Galilea, el Encuentro y la Vida. Ninguna frontera es inexpugnable, al contrario son vulnerables y coyunturales, en especial aquellas que se levantan sobre la base del miedo y la defensa de privilegios de unos pocos. Son más difíciles de derribar las fronteras interiores, esas que Jesús se empeñó en destruir a lo largo de toda su vida, y que nos invita a seguir destruyendo con el anuncio de la Buena Noticia del Reino de Dios.

(Inmaculada Mercado, CVX-Sevilla)