Handel vs. Amenábar, o los usos del pasado


Santiago Guijarro Oporto *

En 1747 George Frideric Handel compuso uno de sus oratorios más bellos y personales.

Llevaba por título Theodora, y contaba una historia ambientada en Antioquía a

comienzos del siglo IV d. C. Con motivo de su cumpleaños, el emperador Diocleciano promulga un decreto para que todos ofrezcan sacrificios a Venus y Flora, pero la princesa Theodora, fiel a su fe cristiana, se niega a hacerlo. El castigo que la aguarda no será la muerte, sino algo peor: la prostitución forzada. El oficial Dídimo, que está enamorado de ella y es también cristiano, idea un plan para rescatarla, pero al final es descubierto y los dos son castigados con la muerte. La trágica historia de Theodora está llena de gestos de heroísmo y generosidad, que el genio musical de Handel expresa de forma sublime.

Theodora es un oratorio muy particular. Es el único drama sagrado compuesto por Handel que no se inspira en el texto bíblico. Por una sola vez, Handel dejó las páginas de la Biblia y buscó inspiración en la historia del cristianismo naciente. Este hecho insólito en la trayectoria del compositor inglés tiene, sin embargo, una explicación.

Inglaterra acaba de salir de una guerra de religión, que la había enfrentado con las católicas potencias de Francia y España, las cuales sólo dos años antes habían instigado la rebelión jacobita. La presión del catolicismo continental era percibida como una amenaza que conduciría a la conversión forzosa de los fieles anglicanos. Handel, y su libretista Thomas Morell, recurrieron a un episodio del pasado que resultaba evocador en la situación que estaban viviendo sus contemporáneos. Hicieron uso del pasado para influir en el presente, proponiendo unos valores a través de su forma de contar la historia. Pero no sucumbieron a la tentación de corear la habitual propaganda británica anticatólica, sino que compusieron un canto a la libertad religiosa y a la convivencia de los credos. La historia ofrecía numerosas posibilidades, y el ambiente propiciaba otras lecturas, pero ellos supieron estar a la altura del tiempo y quisieron promover una actitud constructiva. Ágora, la reciente película de Alejandro Amenábar, se parece en algunas cosas al oratorio de Handel. En ambos casos se trata de una creación artística elaborada sobre episodios sucedidos en los primeros siglos del cristianismo, y en ambos casos la evocación del pasado tiene que ver con la situación presente. Sin embargo, las opciones de Handel de Amenábar son muy distintas, y la comparación entre ellas hace reflexionar sobre la responsabilidad ética de artistas, literatos y creadores. Handel y Amenábar se sitúan en dos orillas diferentes. El primero en una época en la que el cristianismo era una religión prohibida y perseguida; el segundo, un siglo más tarde, cuando estaba pasando a ser la religión del imperio. Ambos han elegido un episodio dramático, que termina con la muerte violenta de la protagonista, en ambos casos una mujer excepcional. Sin embargo, mientras que Handel podría haber recurrido a cientos de ejemplos similares al que escogió, Amenábar habría tenido más difícil encontrar otra historia similar a la de Hypathía.

Ágora cuenta uno de los episodios más lamentables de la historia del cristianismo antiguo. Un episodio sucedido en la agitada Alejandría, en la que las discusiones eran siempre acaloradas, las algaradas estaban a la orden del día, y los enfrentamientos entre grupos y partidos religiosos eran frecuentes. El violento asesinato de la filósofa Hypathía, confidente y consejera de Orestes, el prefecto imperial, fue sin duda una acción detestable, pero no es representativa de una comunidad religiosa que había asumido el mejor legado del mundo antiguo, y lo conservaba y transmitía en sus escuelas. De hecho, la comunidad cristiana de Alejandría se sintió avergonzada durante años por aquella infame acción. La elección del episodio es importante, pero no lo es menos la forma de contarlo. En un relato –y una película es básicamente un relato- el narrador, es decir, el personaje invisible que va contando la historia, es clave para descubrir su finalidad retórica, es decir, aquello de lo que se quiere persuadir al lector, oyente o espectador. El propósito del narrador es siempre el mismo: hacer que el lector adopte su punto de vista. Y para lograrlo utiliza numerosos recursos. Uno de ellos, frecuente en todo tipo de narrativa, es compartir con el lector –en este caso espectador- informaciones que los personajes del relato desconocen. El narrador de Ágora lo hace de forma magistral, mostrando al espectador numerosas escenas privadas en las que va cincelando el perfil de la protagonista, cuyo amor a la sabiduría, sensibilidad y estatura moral cautivan al espectador y le predisponen contra los brutos e insensibles monjes venidos del desierto, que son la antítesis de todo lo que Hypathía representa. Pero no hay que olvidar que el diseño de los personajes se debe también al autor, quien los modela y los hace intervenir de acuerdo con su punto de vista.

Ágora es una ficción, una creación artística en la que se evocan acontecimientos del pasado. Pero, como sucede en el caso de Theodora, esta evocación histórica no se hace en el vacío, sino en una situación concreta, en la que tiene necesariamente un impacto. Entonces, hay que preguntarse: ¿Por qué se evoca este episodio? ¿Por qué se cuenta de esta forma? ¿Por qué suscita tanto interés? El impacto mediático de esta película, y el éxito de taquilla que está teniendo en España, ayudan a responder a estas preguntas. La película de Amenábar se inscribe en un proceso de redefinición de nuestra identidad colectiva, un proceso largo y lento, pero implacable, en el que es fundamental una relectura del pasado. La identidad colectiva de las sociedades occidentales se ha construido durante mucho tiempo sobre profundas raíces cristianas. Pero esta forma de definir la identidad ha entrado en crisis y, en lugar de recuperar constructivamente el pasado sobre el que estamos asentados, se opta por suprimirlo tachándolo de intolerante, o proclamando que las cosas no fueron como nos las han contado. Recuperar constructivamente nuestro pasado no significa aceptarlo acríticamente, sino todo lo contrario. La iglesia católica ha dado ejemplo de ello, pidiendo públicamente perdón por los errores del pasado. Pero lo que verdaderamente importa desde una perspectiva social más amplia no es sólo eso. La cuestión de fondo que se debate en el uso o el abuso del pasado es la de nuestra identidad, y ésta no se puede improvisar. No se puede borrar impunemente la herencia que nos ha hecho ser lo que somos, porque puede que al final nos encontremos con que no sabemos quiénes somos. La tarea de construir la identidad común sólo se puede hacer asumiendo creativa y constructivamente el pasado, y en esta tarea todos tenemos una responsabilidad, también los artistas y creadores.


* Santiago Guijarro Oporto es Catedrático de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca.