Si un buen día de 1969, Vicente Ferrer no hubiese caído por Anantapur, ahora, al pequeño Elapa, nadie le conocería por su nombre. Ése precisamente era su sueño: que la gente le conociera por su nombre y no como el cegato del pueblo. Justo como les pasaba a sus amigos Made, Tipesuami o Rakavendra, los más listos del patio, ganadores de concursos de preguntas y respuestas a la manera de los quiz shows. Lo mismo les ocurre a los niños que sister Agnes estimula en la escuela de Kureru para que su parálisis cerebral sea más llevadera. Si el padre Ferrer no hubiese parado y montado su campamento en aquel lugar perdido del mundo, nadie les llamaría Vijaya, Vinay, Nivedita, Gririja o Sandya. Serían los bobos, los retrasados, los tullidos, la escoria del barrio. Ni por asomo 13 de ellos habrían acabado integrados en la escuela pública, y por supuesto, nunca, jamás, nadie les conocería por su nombre.