CREER en el PERDÓN

Bastantes piensan que la culpa es algo introducido en el mundo por la religión: si Dios no existiera, no habría mandamientos, cada uno podría hacer lo que quisiera y, entonces, desaparecería el sentimiento de culpa.
Suponen que es Dios quien ha prohibido ciertas cosas, quien pone freno a nuestros deseos de gozar y el que, en definitiva, genera en nosotros esa sensación de culpabilidad.
Nada más lejos de la realidad. La culpa es una experiencia misteriosa de la que ninguna persona sana se ve libre. Todos hacemos en un momento u otro lo que no deberíamos hacer. Todos sabemos que nuestras decisiones no son siempre transparentes y que actuamos más de una vez por motivos oscuros y razones inconfesadas.
Es la experiencia de toda persona: no soy lo que debería ser, no vivo a la altura de mí mismo.
Sé que podría muchas veces evitar el mal; sé que puedo ser mejor, pero siento dentro de mí «algo» que me lleva a actuar mal. Lo decía hace muchos años Pablo de Tarso: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rm 7, 19). ¿Qué podemos hacer?, ¿cómo vivir todo esto ante Dios?
El Credo nos invita a «creer en el perdón de los pecados». No es tan fácil. Afirmamos que Dios es perdón insondable, pero luego proyectamos constantemente sobre Él nuestros miedos, fantasmas y resentimientos, oscureciendo su amor infinito y convirtiendo a Dios en un Ser justiciero del que lo primero que hay que hacer es defenderse.
Hemos de liberar a Dios de los malentendidos con los que deformamos su verdadero rostro. En Dios no hay ni sombra de egoísmo, resentimiento o venganza. Dios está siempre volcado sobre nosotros apoyándonos en ese esfuerzo moral que hemos de hacer para construirnos como personas. Y ahora que hemos pecado, sigue ahí como «mano tendida» que quiere sacarnos del fracaso.
Dios sólo es perdón y apoyo aunque, bajo el peso de la culpabilidad, nosotros lo convirtamos a veces en juez condenador, más preocupado por su honor que por nuestro bien.
La escena evangélica es clarificadora. Los escribas dudan de la autoridad de Jesús para conceder el perdón de los pecados. Pero él, que conoce como nadie el corazón de Dios, cura al paralítico de su enfermedad contagiándole su propia fe en el perdón de Dios: «Hijo, tus pecados quedan perdonados».
Por José Antonio Pagola